martes, 1 de mayo de 2012

Ejercicio mes de mayo

Completar la historia de al menos uno de los cuatro relatos propuestos, según lo que les dicte la imaginación. Los relatos pertenecen a autores de renombre y han sido cortados a fin de trabajar en el ejercicio. 


Fecha de entrega del ejercicio: 18 de mayo de 2012.
Puede participar quien lo desee.
Enviar los ejercicios a: taller05cuentos@gmail.com


1. Miriam

Durante varios años, la señora H. T. Miller había vivido sola en un bonito apartamento (dos habitaciones y una pequeña cocina), en una antigua casa reformada, cerca del East River. Era viuda y el señor H. T. Miller le había dejado un seguro razonable. Hacía pocos gastos, no tenía amigos con quien hablar y generalmente no viajaba más allá del supermercado de la esquina. Los demás inquilinos de la casa no parecían advertir su presencia: sus vestidos eran sencillos, su cabello grisáceo, muy cómodo y ondulado natural; no usaba cosméticos y sus facciones eran comunes y poco notables. En su último aniversario había cumplido los sesenta y un años.
Sus actividades eran pocas veces espontáneas: conservaba las dos habitaciones inmaculadas, fumaba un ocasional cigarrillo, se preparaba sus propias comidas, y tenía un canario.
Entonces conoció a Miriam. Aquella noche nevaba.
La señora Miller había terminado de secar los platos de la cena y estaba hojeando el periódico de la tarde, cuando vio el anuncio de la película que proyectaban en un cine cercano. El título le fue atractivo, así que se embutió en su abrigo de piel de castor, se anudó las botas y salió del apartamento, dejando una luz encendida en la salina: sentía horror a la oscuridad.
La nieve caía suave, sutil, sin llegar a cuajar. El viento del río quedaba cortado sólo en el cruce de las calles. La señora Miller se apresuró, con la cabeza inclinada, abstraídamente, como un topo abriéndose paso por un camino incierto. Se detuvo delante de un store y compró un paquete de pastillas de menta.
Había una larga cola ante la taquilla; se situó en último lugar. Tendría (gruñó una voz cansada) que esperar un momento antes de sentarse. La señora rebuscó en su cartera de piel hasta que reunió la cantidad exacta para la entrada. La gente no parecía tener la menor prisa. Miraba a su alrededor mientras esperaba y de pronto descubrió a una niñita parada bajo el borde de la marquesina.
Su cabello era el más largo y extraño que la señora Miller había visto jamás: muy blanco y plateado, el de un albino. Le flotaba hasta la cintura, perdiéndose en ondas suaves. Era delgada y extremadamente frágil. Había una sencilla y peculiar elegancia en su modo de estarse parada con los pulgares metidos en los de su abrigo de terciopelo púrpura.
La señora Miller se sintió extrañamente excitada cuando la muchachita la miró, sonrió tibiamente.
La niña se acercó y dijo:
—¿Podría hacerme un favor?
—Si puedo, lo haré con gusto —respondió la Miller.
—Oh, es muy fácil, quiero simplemente que me compre una entrada, de otro modo no me dejarán entrar. Aquí está el dinero —graciosamente le tendió a la señora Miller dos monedas de diez y una de cinco.
Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las condujo a un vestíbulo; faltaban veinte minutos para que empezase la película.
—Me siento como una auténtica criminal —comentó alegremente la señora Miller al sentarse—. Quiero decir que esto que he hecho va contra la ley, ¿verdad? Espero no haber hecho mal. ¿Tu madre sabe dónde estás, querida? Supongo que debe saberlo, ¿no es así?
La niña no contestó, se quitó el abrigo y se lo puso sobre las piernas. Llevaba un vestido azul oscuro muy cerrado. De su cuello colgaba una cadena de oro. Sus dedos, sensitivos y musicales, jugueteaban con ella. Al examinarla con más atención, la señora Miller decidió que lo más llamativo en ella no era el cabello, sino los ojos. Eran castaños claros, tranquilos, carentes de cualquier expresión infantil y, debido a su tamaño, parecían abarcar toda su carita. La señora Miller le ofreció pastillas de menta.
—¿Cómo te llamas, querida?
—Miriam —contestó, como si pensara que ese nombre le resultaba familiar.
—Vaya coincidencia... yo también me llamo Miriam.
Y no es un nombre demasiado común, precisamente.
No me dirás ahora que tu apellido es Miller.
—Sólo Miriam.
—¿No es algo raro?
—Tal vez —repuso Miriam, e hizo rodar la pastilla de menta sobre la lengua.
La señora Miller enrojeció y se revolvió embarazosamente.
—¡Qué vocabulario tan extraño para una niña tan pequeña¡
—¿Lo cree así?
—Pues sí —dijo la señora Miller. Cambió rápidamente de tema—. ¿Te gusta el cine?
—Pues no lo sé —explicó Miriam—. Es la primera vez que vengo.
Las mujeres empezaron a llenar la sala. El estruendo del noticiario explotó en la distancia.
La señora Miller se levantó apretando su bolso bajo el brazo.
—Creo que si quiero conseguir asiento es mejor que me vaya —dijo—. Encantada de haberte conocido.
Miriam asintió con un gesto vago.
Nevó toda la semana. Ruedas y pisadas sin ruido por la calle, como si el discurrir de la vida continuase secretamente detrás de una pálida pero penetrable cortina. En el ocaso tranquilo no había cielo ni tierra, sólo nieve que se alzaba con el escarchando el cristal de las ventanas, enfriando habitaciones, sepultando la ciudad bajo el silencio.
Era necesario tener una lámpara encendida constantemente, y la señora Miller perdió la noción de los días: el viernes no era distinto del sábado, y el domingo fue a la tienda y la encontró cerrada, como es natural.  Aquella noche preparó huevos revueltos y un tazón de zumo de tomate. Tras ponerse una bata de franela y limpiarse el cutis con crema, se quedó sentada en la cama, con una bolsa de agua caliente en los pies. Estaba leyendo el Times cuando se dejó oír la campanilla de la entrada. Al principio supuso que se trataba del un error, y que quienquiera que fuese se marcharía. Pero la campanilla siguió llamando hasta en un zumbido persistente. Miró el reloj, eran las once pasadas. No era posible, ella siempre se dormía a diez.
Saltando de la cama, corrió descalza hacia la puerta.
—Ya voy, por favor, tengan paciencia.
La cerradura estaba atascada, le dio vuelta un lado y hacia el otro, mientras la campanilla no paraba de sonar.
—¡Basta! —gritó.
El pestillo cedió y abrió la puerta un palmo.
—En nombre del cielo, ¿qué...?
—Hola —dijo Miriam.
—Oh... Pero, hola... —respondió la señora Miller, avanzando indecisa unos pasos hacia el corredor —Eres aquella niña...
—Pensé que no iba a contestar; por eso no quité el dedo del timbre; sabía que estaba en casa. ¿No se alegra al verme?
La señora Miller no supo qué contestar. Pudo ver que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo púrpura y que ahora se tocaba con una boina que hacía juego con él; su cabello blanco estaba partido en dos brillantes trenzas, dobladas en los extremos con inmensos lazos blancos.
—Ya que he esperado tanto rato —dijo—, podría al menos hacerme pasar.
—Es muy tarde...
Miriam la miró de modo enigmático.
—¿Y eso qué importa? Déjeme pasar. Aquí hace frío y llevo únicamente un vestido de seda.



2.  LAS LUNAS DE JÚPITER

Encontré a mi padre en el ala de cardiología, en el octavo piso del Hospital General de Toronto. Estaba en una habitación semiprivada. La otra cama estaba vacía. Dijo que su seguro hospitalario cubría solo una cama en el pabellón, y que estaba preocupado por que pudieran cobrarle un suplemento. 
–Yo no he pedido una semiprivada –dijo.
Le dije que probablemente las salas estuvieran llenas.
–No. He visto algunas camas vacías cuando me llevaban con la silla de ruedas.
–Entonces será porque te tenían que conectar con esa cosa –le dije–. No te preocupes. Si te van a cobrar un suplemento, te lo dicen.
–Eso será probablemente –dijo–. No querrían esos trastos en las salas. Supongo que eso estará cubierto.
Le dije que estaba segura de que sí.
Tenía cables pegados al pecho. Una pequeña pantalla colgaba por encima de su cabeza. En ella, una línea brillante y dentada parpadeaba continuamente. El parpadeo iba acompañado de un nervioso zumbido electrónico. El comportamiento de su corazón estaba a la vista. Intenté ignorarlo. Me parecía que prestarle tanta atención –exagerar, de hecho, lo que debería ser una actividad totalmente secreta– era buscar problemas. Cualquier cosa exhibida de aquel modo era propensa a estallar y volverse loca.
A mi padre no parecía importarle. Decían que le tenían con tranquilizantes. “Ya sabes –decía–, las pastillas de la felicidad”. Parecía tranquilo y optimista.
Había sido distinto la noche anterior. Cuando le llevé al hospital, a la sala de urgencias, estaba pálido y con la boca cerrada. Abrió la puerta del coche, se quedó de pie y dijo despacio:
–Quizá sea mejor que me traigas una de esas sillas de ruedas.
Utilizaba la voz que siempre ponía en una crisis. Una vez, nuestra chimenea se incendió; era domingo por la tarde y yo estaba en el comedor poniendo alfileres en un vestido que estaba haciendo. Entró y dijo con aquella misma voz flemática y admonitoria:
–Janet, ¿sabes dónde hay polvos de levadura?
Los quería para echarlos al fuego. Luego dijo:
–Supongo que ha sido culpa tuya… Coser en domingo. Tuve que esperar durante más de una hora en la sala de espera en urgencias. Llamaron a un especialista de corazón que estaba en el hospital, un hombre joven. Me hizo pasar a una sala y me explicó que una de las válvulas del corazón de mi padre se había deteriorado tanto que debía ser operado inmediatamente.
Le pregunté qué sucedería si no.
–Tendría que estar en la cama –dijo el médico.
–¿Cuánto tiempo?
–Quizá tres meses.
–He querido decir, ¿cuánto tiempo vivirá?
–Eso es lo que yo también he querido decir –dijo el doctor.
Fui a ver a mi padre. Estaba sentado en la cama que había en el rincón, con la cortina descorrida.
–Es malo, ¿verdad? –me preguntó–. ¿Te ha dicho lo de la válvula?
–No es tan malo como podía ser –le dije. Luego repetí, incluso exageré, cualquier cosa esperanzadora que el médico me hubiese dicho– No estás en peligro inmediato. Tu condición física es buena, por lo de demás.
–Por lo demás –dijo mi padre con pesimismo.




3.  Restos de carnaval

No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.
En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los demás.  Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir.  Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz.
¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí.
No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha —yo apenas podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable— y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.
Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. 





4. La edad de hierro

Por detrás del garaje pasa un callejón, tal vez te acuerdas, a veces jugabas allí con tus amigas. Ahora es un sitio desierto y abandonado, donde se acumulan y se pudren las hojas que arrastra el viento.
Ayer, al final de ese callejón, me encontré una casa hecha de cajas de cartón y plásticos con un hombre encogido dentro, un hombre al que ya había visto por las calles: alto, delgado, con la piel curtida por la intemperie y unos colmillos largos y cariados, vestido con un traje gris holgado y un sombrero de ala caída. Llevaba el sombrero puesto y estaba durmiendo con el ala doblada por debajo de la oreja. Un marginado, uno de los marginados que rondan por los aparcamientos de la calle Mill, y piden dinero a la gente que va de compras, beben bajo los pasos elevados y comen de los cubos de basura. Una de las personas sin hogar para las que agosto, el mes de las lluvias, es el peor mes. Dormido en su caja, con las piernas extendidas como una marioneta, boquiabierto. Lo rodeaba un olor desagradable: orina, vino dulce, ropa húmeda y algo más. Algo sucio.
Me quedé un rato mirándolo, observando y oliendo. Un visitante, llegado para castigarme, precisamente en un día como ayer.
Ayer fue también cuando el doctor Syfret me dio la noticia. No era una buena noticia, pero la recibí yo, era mía y solamente mía y no podía rechazarla. Tenía que cogerla en brazos y apretármela contra el pecho y llevármela a casa, sin negar con la cabeza, sin lágrimas. "Gracias, doctor —le dije—. Gracias por su sinceridad." "Haremos lo que podamos —me dijo él—. Vamos a afrontarlo juntos." Pero en aquel mismo momento, tras la fachada de camaradería, vi que ya empezaba a alejarse. Sauve qui peut. Debía su lealtad a los vivos, no a los muertos.
Solamente empecé a temblar cuando salí del coche. Después de cerrar la puerta del garaje me tiritaba todo el cuerpo: para recuperarme tuve que apretar los dientes y agarrar el bolso con fuerza. Fue entonces cuando vi las cajas y lo vi a él.
—¿Qué está haciendo aquí? —le pregunté, oyendo la irritación en mi voz pero sin controlarla—. No puede quedarse, tiene que irse.
No se movió, tirado en su refugio, levantó la vista, me examinó las medias de invierno, el abrigo azul, la falda cuya caída nunca ha acabado de quedarme bien, el pelo gris surcado por una franja de cuero cabelludo. El cuero cabelludo de una vieja, rosáceo e infantil.
Luego encogió las piernas y se levantó ociosamente. Me dio la espalda sin decir nada, sacudió el plástico negro, lo dobló por la mitad, luego en cuartos y en octavos. Sacó una bolsa (decía AIR CANADA) y cerró la cremallera. Yo estaba a su lado. Dejando detrás de las cajas una botella vacía y olor a orina, pasó frente a mí. Los pantalones se le caían y tiró de ellos hacia arriba. Yo esperé hasta estar segura de que se había marchado y oí cómo escondía el plástico en el seto del otro lado.
Dos cosas, por tanto, en el lapso de una hora: la noticia, largo tiempo temida, y ese otro reconocimiento, esa otra anunciación. La primera de las aves carroñeras, rápida, certera. ¿Cuánto tiempo podré mantenerlas alejadas? Los carroñeros de Ciudad del Cabo cuyo número nunca disminuye. Que van desnudos y no tienen frío. Que duermen en la calle y no se ponen enfermos. Que pasan hambre y no se consumen. El alcohol los calienta por dentro. El fuego líquido consume los contagios y las infecciones de la sangre. Limpian los restos del banquete. Moscas, de alas secas, de ojos vidriosos, implacables. Mis herederas.
¡Con qué pasos tan lentos entré en esta casa vacía, de la que han desaparecido todos los ecos, donde el ruido de las suelas sobre los tablones es seco y apagado! ¡Cómo eché de menos que estuvieras aquí, para abrazarme, para reconfortarme! Empiezo a entender el verdadero significado del abrazo. Abrazamos para que nos abracen. Abrazamos a nuestros hijos para ser rodeados por los brazos del futuro, para llevarnos a nosotros mismos más allá de la muerte, para ser transportados. Así era cuando yo te abrazaba, siempre. Tenemos hijos para que nos cuiden ellos a nosotros. Verdades domésticas, la verdad de una madre: desde ahora hasta el final es lo único que vas a oír de mí. Así pues: ¡cómo te he echado de menos! Cómo he echado de menos el poder subir las escaleras contigo, el pasarte los dedos por el pelo y susurrarte en el oído tal como hacía en las mañanas de escuela: "¡Hora de levantarse!". Y luego, cuando te dabas la vuelta, con el cuerpo caliente y el aliento oliendo a leche, cogerte en brazos en lo que llamábamos "darle un abrazo bien grande a mamá", el significado secreto de lo cual, el significado nunca dicho, era que mamá no tenía que estar triste porque no iba a morirse sino que seguiría viviendo en ti.