domingo, 18 de noviembre de 2012
sábado, 3 de noviembre de 2012
Ejercicio de noviembre 2012: Frases hechas
La propuesta para la segunda
quincena consiste en escribir un cuento a partir de una frase hecha. No se trata
sencillamente de invocarla en alguna parte del texto. La frase hecha, lo que
encierra su significado, deberá tener un peso relevante dentro de la historia.
Por ejemplo, si nos decidimos por: “Pasar más hambre que un maestro de escuela”,
el hambre de un maestro de escuela será el tema principal de nuestro
relato.
Plazo de entrega: 15 de noviembre.
A publicarse el 17 de noviembre.
Frases hechas o modismos
Llover a cántaros - Estar más contento que un niño con zapatos nuevos - Estar más fresco que una rosa/ que una lechuga - Ser más corto que las mangas de un chaleco - Tener un morro que se lo pisa - Tener más cuento que Calleja - Ser todo oídos - Estar más bueno que chupita - Tener más paciencia que un santo - Ser más largo que un día sin pan - Estar para chuparse los dedos - Tener la cabeza llena de pájaros/ de grillos - Estar chupado - Echar un ojo - Romper las oraciones - Ser más agudo que el hambre - Hacer un frío que pela - Estar más contento que unas castañuelas - Irse a freír espárragos o a freír churros o a freír monas - Poner el culo como un tomate - ¡Por si las moscas! - Salvarse por los pelos - Cantar como una almeja.
Quedarse con dos palmos de narices - Saber lo que vale un peine - Bajarse los pantalones - Bajarse del burro - Cambiarse de chaqueta - Ser una olla de coles - Ser una merienda de negros - Ser de pelo en pecho - Ir como una bala – Ir como un tiro - Estar como una moto - Ser la pera - Estar como una cabra - Estar mal de la chaveta - Estar como una regadera - Ponerse morado - Ponerse como el chico del esquilador - Estar más contento que unas pascuas - Ir a hacer puñetas - Ir a hacer gárgaras - Llorar como una magdalena - No ser chicha ni limoná - Ser más tonto que Abundio - Ser más viejo que Matusalem - Ser más tonto que mandado a hacer de encargo - Poner cara de poker .
Estar o ponerse como una sopa - Mearse de risa - Hablar por los codos - Ir hacia atrás, como los cangrejos - Echar una mano - Andar con pies de plomo - Ir de culo - Pasarlas canutas - Estar en la luna de Valencia - Irse por los cerros de Úbeda - Estar en las nubes - Bailar con la más fea - Tener una flor en el culo - Tener buena estrella - Caer gordo - Comérselo a besos - Acabar como el rosario de la aurora - Ser más vago que la chaqueta de un guardia - Pasar más hambre que un maestro de escuela - No llegar ni a la suela del zapato - Ser más lento que un desfile de cojos - Ser más pesado que una vaca en brazos - No tener vela en este entierro - Dar gato por liebre.
Salvar el pellejo - Estar al loro - Comer con los ojos - Nadar y guardar la ropa - Estar más solo que la una - Salir pitando - Tener mala leche - Ser como dos gotas de agua - Venir con un pan bajo el brazo - Tener más moral que el Alcoyano - Tener una salud de hierro - Estar en ascuas - Tener la moral por los suelos - Estar como un tren - Poner los pelos de punta - Morirse de risa - Tener las espaldas anchas - Verle las orejas al lobo - Estar de mala uva - Dar alas - Dar un trompazo - Estar rendido - Estar reventado - Tenerlo en la punta de la lengua - Dormir como un tronco.
Tener un nudo en la garganta - Ser un pelota - Estar como una tapia - Faltarle un tornillo - Estar que arde - Echar humo - Tener los ojos como platos – Estar caliente - Entrar por un oído y salir por otro - Haber gato encerrado - No tener ni pies ni cabeza - Echarle el guante - Darle un baño - Dormir a pierna suelta - Tener un humor de perros - Reírse por debajo del bigote - Dar la lata - Estar molido - Ser un trozo de pan - Tener el alma en vilo - Ponerlo verde - Dormir como un lirón - Predicar en el desierto - Ser un petardo - Tener la cara muy dura.
Tener la mano muy larga - Coger una mona - Estar con la soga al cuello - Costar un ojo de la cara - Meter las narices donde no te llaman - Estar en los huesos - Llorar como un descosido – Hacerse un siete- Tener más cara que un saco de perras - El mundo es un pañuelo - Chupar del bote - Quitar un peso de encima - Romper el hielo - Meterse en camisa de once varas - Correr un tupido velo - Pegársele las sábanas - Trabajar a brazo partido - Aguantar mecha - No dar golpe - No dar el brazo a torcer - Meter el dedo en la llaga - Colgarle el San Benito - Ponerlo a parir - Estar hecho un lío - Caerle la negra.
Estar entre la espada y la pared - Estar como sardinas en lata - Tener la sartén por el mango - Pasar las de Caín - Llegar hecho un cristo - Ser un manojo de nervios - Tocar todas las teclas - Ser un viva la virgen - Hacer de tripas corazón - Ser un chupatintas - Estar "enchufao" - Ser un metepatas - Ser un manirroto - Quedarse a dos velas - Ser la leche - Salir pitando - Dar más vueltas que un ventilador - Estar hecho polvo - Estar como un flan - Tener mala pata – Sentarle como un tiro - Tener la cabeza de chorlito - Hacer el indio - Ser más agarrado que un chotis - Levantarse con el pie izquierdo. Salirle humo por las orejas.
Estar hasta el gorro - Hacerse la boca agua - Cogerlo con las manos en la masa - Tener la cabeza como un bombo - No estar católico - No estar fino - No estar para cuentos - Ser un lince - Tener mucha cara - Ir a tontas y a locas - Estar que muerdo - No haber moros en la costa - Naranjas de la china - Ser de la virgen del puño - Valer más la salsa que los caracoles - Ser un plomo - Matar dos pájaros de un tiro - No ser trigo limpio - Acordarse de Santa Bárbara cuando truena - Ser más corto que el día de Santo Tomás - Hacer borrón y cuenta nueva - Quedar en agua de borrajas - Echar leña al fuego - Dar jarabe de palo - Ser más tonto que un zapato.
Tener mano izquierda - El burro delante para que no se espante - Ser más viejo que los caminos - Estar en los huesos - Estar al pie del cañón - Sacarse la venda de los ojos - No haber ni un alma - Tirar la casa por la ventana - Consultar con la almohada - Estar en la higuera - No decir ni pío – No andarse con rodeos - Pagar los platos rotos - Perder los estribos - Dar la nota - Ser más claro que el agua - Estar más limpio que una patena - Ser un asunto de faldas - Irse a tomar por saco - Estar como un cencerro - Buscarle tres pies al gato - Tener más vidas que un gato - Costar un ojo de la cara - Costar un riñón.
tener un pelo de tonto - Pensar en las musarañas - Ser más chulo que la pana - Cada loco con su tema - Ser un demonio - Estar que se sale - Morder el polvo - Dar la hora - Matar el tiempo o el rato - Subirse por las paredes – Ser un angelito – Alucinar por un tubo – Arrastrar una enfermedad – Buscarle las cosquillas – Irse a tomar viento – Estar en Babia…
lunes, 20 de agosto de 2012
Ejercicio para septiembre
CUENTOS CON CORTES DE LUZ
Esta vez tienen que narrar una historia donde los personajes queden a oscuras por un corte de electricidad, ya sea un corte programado o imprevisto. Como ejemplo y estímulo va este cuentazo de Jhumpa
Lahiri.
Una medida temporal
Jhumpa Lahiri
El aviso les informó de que la medida
era temporal: durante cinco días les cortarían la electricidad por espacio de
una hora, a partir de las ocho de la noche. La última tormenta de nieve había
producido una avería en el suministro y los empleados de la compañía iban
a acometer la reparación a primera hora de la noche, cuando el clima era algo
más clemente. La reparación iba a afectar solamente a las casas de la tranquila
calle arbolada, cercana a una hilera de tiendas con fachadas de ladrillo y una
parada de tranvía, en la que Shoba y Shukumar habían vivido durante tres años.
“Está bien que nos avisen,” admitió Shoba
después de leer el aviso en voz alta, más para sí misma que para Shukumar. Dejó
que la correa de su bolso de cuero, repleto de documentos, resbalara de sus
hombros, y lo dejó en el pasillo mientras caminaba hacia la cocina. Llevaba un
abrigo azul, pantalones grises y zapatillas blancas; se veía, a los treinta y
tres, como el tipo de mujer al que alguna vez juró que nunca se parecería.
Venía del gimnasio. El carmín rojo se podía
apreciar sólo en la comisura de su boca, y el delineador había dejado manchas de
carbón bajo sus pestañas inferiores.
Solía verse así a veces, pensó Shukumar, en las
mañanas después de una fiesta o de una noche en el bar, cuando ella tenía
demasiada flojera para lavarse la cara, demasiado ávida de entregarse a sus
brazos. Ella dejó caer la correspondencia en la mesa sin mirarla. Sus ojos
estaban todavía fijos en el aviso que tenía en las manos. “Deberían hacer esto
durante el día”.
“Cuando yo estoy aquí, quieres decir,” dijo
Shukumar. Puso la tapa de vidrio en una olla con cordero, ajustándola de tal
modo que ni siquiera el vapor pudiese escapar. Desde enero, él había estado
trabajando en casa, intentando terminar los capítulos finales de su tesis
doctoral sobre las revueltas agrarias en la India. “¿Cuándo empiezan las
reparaciones?”
“Dice que el 19 de marzo. ¿Hoy es 19?”
Shoba se dirigió al corcho enmarcado y colgado en la pared junto al
refrigerador, vacío salvo por un calendario con motivos decorativos sacados del
papel pintado de William Morris. Ella lo miró como si lo viera por primera vez,
estudiando cuidadosamente el diseño en la parte superior antes de permitir que
sus ojos descendieran a la trama numerada de la parte de abajo. Un amigo les
había enviado por correo el calendario como regalo navideño aunque Shoba y
Shukumar no hubieran celebrado la navidad aquel año.
“Es hoy, entonces,” anunció Shoba. “Por cierto,
tienes una cita con el dentista el viernes que viene.”
Él pasó su lengua por la parte superior de sus
dientes. Había olvidado cepillárselos esa mañana. No era la primera vez. No
había salido de casa en todo el día, ni el día anterior. Cuanto más estaba
Shoba fuera de casa, cuanto más comenzaba ella a hacer horas extras y a tomar
trabajos adicionales, más quería él quedarse en casa, sin
salir siquiera para ir por el correo o comprar fruta o vino que estaban en
las tiendas junto a la parada del tranvía.
Seis meses atrás, en septiembre, Shukumar se
encontraba en un congreso académico en Baltimore cuando Shoba empezó el trabajo
de parto, tres semanas antes de la fecha prevista. Él no había querido ir al
congreso, pero ella insistió. Era importante empezar a hacer contactos y él iba
a entrar al mercado laboral al año siguiente. Ella le dijo que tenía el
teléfono del hotel y una copia de los horarios y números de vuelos y que se había
organizado con su amigo Gillian para que la llevara al hospital si surgía una
emergencia. Cuando el taxi salió de la casa aquella mañana hacia el aeropuerto,
Shoba se despidió de él en la puerta de casa envuelta en su bata, con una
mano descansando en el montículo de su vientre como si fuera una parte
perfectamente natural de su cuerpo.
Cada vez que recordaba ese momento, el último en
que vio a Shoba embarazada, lo que más recordaba era el taxi, una camioneta
pintada de azul con letras rojas. Una caverna comparada con su propio coche.
Aunque Shukumar medía casi metro noventa, con unas manos demasiado grandes
hasta para acomodarlas en el bolsillo de sus jeans, se sintió diminuto en el
asiento trasero. Mientras el taxi iba por la calle Beacon, se imaginó el día
que él y Shoba necesitaran comprar su propia camioneta, para llevar y recoger a
sus hijos de las clases de música y las citas con el dentista. Se imaginó a sí
mismo sosteniendo el volante, mientras Shoba se daba la vuelta para repartirles
juguitos a los niños. Alguna vez estas imágenes de paternidad le habían
molestado, sumándose a la preocupación de que aún era un estudiante a los
treinta y cinco. Pero esa mañana de otoño, con los árboles todavía cargados con
hojas de bronce, disfrutó por primera vez esa imagen.
Un miembro de la organización se las arregló
para dar con él en una de las idénticas salas de convenciones donde le pasó la
nota, un cuadrado rígido de papel. Si bien sólo había un número
telefónico, Shukumar supo que se trataba del hospital. Cuando regresó a
Boston ya todo había terminado. El bebé nació muerto. Shoba estaba en la cama
dormida, en un cuarto privado tan pequeño que apenas había espacio para pararse
junto a ella, en un ala del hospital que no les había sido mostrada durante
la anterior visita como futuros padres. Su placenta había cedido y le
habían tenido que hacer una cesárea de urgencia pero resultó
demasiado tarde. El doctor explicó que esas cosas pasaban. Sonrió del modo más
amable posible en que es posible sonreírle a un paciente y que sólo los
profesionales conocen. Shoba podría ponerse de pie en unas cuantas semanas. No
había nada que indicara que ella no pudiera tener niños en el futuro.
Por esos días, cuando Shukumar se despertaba,
Shoba ya se había marchado. Él abría los ojos y veía las negras hebras de
cabello que ella había dejado en la almohada y pensaba en ella, vestida,
sorbiendo su tercera taza de café del día, en su oficina en el centro, en la
que buscaba errores tipográficos en los libros de texto que marcaba con un
ejército de lápices de diferentes colores y en un código que alguna vez le
había explicado. Ella haría lo mismo con su tesis, le prometió, cuando
estuviera lista. Envidiaba lo específico de su tarea tan diferente de la
naturaleza elusiva de la suya.
Él era un estudiante mediocre que tenía
facilidad para absorber los detalles sin curiosidad. Hasta septiembre había
sido dedicado, sino diligente, resumiendo capítulos, apuntando argumentaciones
en bloques de papel amarillo con líneas. Pero ahora podía quedarse en la cama
hasta aburrirse, mirando su lado del armario, que Shoba siempre dejaba medio
abierto, en la fila de las chaquetas de tweed y los pantalones de pana que ya
no tenía necesidad de elegir para dar sus clases este semestre. Tras
la muerte del niño era demasiado tarde para dejar la docencia. Pero su tutor
había arreglado las cosas para que tuviera el semestre de primavera para él.
Shukumar estaba en su sexto año de la universidad. “Eso y el verano te darán un
buen empujón”, le había dicho su tutor. “Ya tendrías que tener todo terminado
para septiembre.”
Pero no había nada empujando a Shukumar. En
lugar de eso pensaba en cómo él y Shoba se habían convertido en expertos en
evitarse el uno al otro en su casa de tres dormitorios, pasando todo el tiempo
posible en plantas diferentes de la casa. Él pensaba en que ya no anhelaba los
fines de semana, esos en los que ella se sentaba durante horas en el sillón con
sus lápices de colores y sus archivos, de modo que él no quería poner un disco
en su propia casa por miedo a parecer maleducado. Pensaba en cuánto tiempo
había pasado desde que ella lo había mirado a los ojos y sonreído, o susurrado
su nombre en las raras ocasiones en que todavía alcanzaban el cuerpo del otro
antes de dormirse.
Al principio había creído que iba a pasar, que
él y Shoba lo superarían de alguna manera. Ella sólo tenía treinta y tres. Era
fuerte, estaba de pie de nuevo. Pero no significaba un consuelo. Normalmente,
era casi hasta la hora del almuerzo cuando, al fin, Shukumar salía de la cama y
bajaba hacia la cafetera, sirviéndose el café que Shoba le había dejado, junto
a una taza, sobre la repisa.
Shukumar recogió las pieles de cebolla con la
mano y las tiró a la basura, sobre las tiras de grasa que le había quitado al
cordero. Dejó correr el agua en el fregadero, remojó el cuchillo y luego la
tabla para picar, y se pasó un limón por los dedos para deshacerse del olor a
ajo, un truco que había aprendido de Shoba. Eran las siete y media. A través de
la ventana vio el cielo como un pequeño vacío negro. Todavía había sobre las
banquetas algunos bancos disparejos de nieve, a pesar de que hacía el calor
suficiente como para caminar sin gorro ni guantes. Habían caído casi noventa
centímetros en la última tormenta, y la gente tenía que caminar en una sola
fila, en surcos estrechos. Durante una semana ésa había sido la excusa de
Shukumar para no salir de casa. Pero ahora los surcos se estaban ensanchando, y
el agua escurría constantemente hacia los desagües en el pavimento.
“El cordero no va a estar listo a las ocho,”
dijo Shukumar. “Vamos a tener que comer a oscuras.”
“Podemos prender velas,” sugirió Shoba. Se soltó el pelo, limpiamente recogido en la nuca durante el día, y se sacó las zapatillas sin desamarrarlas. “Voy a darme una ducha antes de que se vaya la luz”, dijo ella, dirigiéndose a la escalera. “Ahora bajo.”
“Podemos prender velas,” sugirió Shoba. Se soltó el pelo, limpiamente recogido en la nuca durante el día, y se sacó las zapatillas sin desamarrarlas. “Voy a darme una ducha antes de que se vaya la luz”, dijo ella, dirigiéndose a la escalera. “Ahora bajo.”
Shukumar puso su morral y sus zapatillas a un
costado del refrigerador. Ella nunca había sido así. Solía colgar su abrigo en
una percha, sus zapatillas en el armario y pagaba las facturas tan pronto como
llegaban; pero ahora ella trataba la casa como si ésta fuera un hotel. El hecho
de que el sillón amarillo de la sala no combinara con la alfombra turca azul y
marrón ya no le molestaba. En el porche de la parte trasera de la casa, sobre
la silla de mimbre, había una bolsa blanca llena de encaje que ella alguna vez
había pensado en convertir en cortinas.
Mientras Shoba se bañaba, Shukumar fue al baño
de abajo y encontró un nuevo cepillo de dientes en su caja bajo el lavamanos.
Las duras y baratas cerdas le hirieron las encías y escupió sangre en el
lavabo. El cepillo que usaba era uno de los muchos almacenados en una caja de
metal. Shoba los había comprado una vez en que estaban de descuento suponiendo
que un invitado decidiera, a última hora, quedarse a pasar la noche.
Era típico de ella. Era del tipo que se prepara
para las sorpresas, para las buenas y para las malas. Si encontraba una falda o
un bolso que le gustara compraba dos. Guardaba las utilidades de su trabajo en
una cuenta separada a su nombre. Eso no le había preocupado a él. Su propia
madre se había destrozado cuando murió su padre, abandonando la casa en la que
creció y regresando a Calcuta, dejando a Shukumar para que arreglara todo. Le
gustaba que Shoba fuera diferente. Le asombraba la capacidad que tenía ella
para pensar por adelantado. Cuando iba a hacer la compra, la despensa estaba
siempre llena de botellas extra de aceite de oliva y de maíz, dependiendo de si
iba a cocinar italiano o indio. Había innumerables cajas de pasta de todas las
formas y colores, bolsas cerradas de arroz bastami, piernas enteras de cordero
y de cabra de los carniceros musulmanes de Haymarket, cortadas y congeladas en
interminables bolsas de plástico. Cada dos sábados recorrían el laberinto de puestos
que Shukumar acabó aprendiendo de memoria. Observaba boquiabierto cómo ella
compraba más comida, siguiéndola con bolsas de tela mientras ella se abría paso
en la multitud, peleándose en el sol con niños demasiado jóvenes para afeitarse
pero ya sin algunos dientes, que cerraban bolsas cafés de papel con alcachofas,
ciruelas, raíces de jengibre y camotes, y los dejaban caer en sus básculas, y
se los aventaban a Shoba uno por uno. A ella no le importaba que la trataran
con brusquedad, ni siquiera cuando estaba embarazada. Era alta, y de hombros
anchos, con unas caderas que la doctora aseguró estaban hechas para tener
hijos. Durante el largo regreso en auto a casa, mientras el coche corría junto
al Charles, invariablemente se maravillaban ante cuánta comida habían comprado.
Nunca se desperdiciaba nada. Cuando los amigos
los visitaban, Shoba podía improvisar comidas que parecía que necesitaban medio
día para prepararse, con cosas que había congelado y embotellado, no con cosas
baratas de lata, sino con pimientos que ella misma había marinado en romero y
chutneys que hacía los domingos, revolviendo jitomates y ciruelas en ollas
hirviendo. Sus frascos etiquetados se alineaban en los estantes de la cocina,
en un sinfín de pirámides selladas, suficientes, habían decidido, para durar
hasta que sus nietos las probaran. Ahora ya se habían comido todo. Shukumar
había ido usando las reservas continuamente, preparando comidas para los dos,
sacando tazas de arroz, descongelando bolsas de carne día tras día. Cada tarde
revisaba con cuidado los libros de cocina, siguiendo las instrucciones a lápiz
de Shoba para usar dos cucharadas de cilantro molido y no una, o lentejas rojas
en lugar de amarillas. Cada receta estaba fechada, diciendo la primera vez que
habían comido ese platillo juntos. Dos de abril, col con hinojo. Catorce de
enero, pollo con almendras y pasas. No tenía recuerdo de haber comido esas
cosas y, sin embargo, ahí estaban anotadas con su limpia letra de correctora.
Shukumar disfrutaba cocinar ahora. Era lo que hacía
que él se sintiera productivo. Si no fuera por él, sabía, Shoba se comería un
plato de cereal para cenar.
Esa noche, sin luces, tendrían que cenar juntos.
Durante meses se habían servido de la estufa y él se llevaba el plato al
estudio, dejando que se enfriara la comida sobre la mesa antes de llevársela,
sin pausa, a la boca, mientras que Shoba se llevaba el plato a la sala y veía
los programas de concursos o corregía las pruebas con su arsenal de lápices de
colores a la mano.
En algún momento de la tarde ella lo visitaba.
Cuando él escuchaba que ella se aproximaba apartaba la novela y se ponía a
teclear frases. Ella apoyaba las manos en sus hombros y lo miraba a la luz azul
de la computadora. “No trabajes tanto”, le decía tras uno o dos minutos y se dirigía
a la cama. Era la única vez en todo el día que ella lo buscaba y él, aún así,
lo temía. Sabía que era algo que ella misma se obligaba a hacer. Ella miraría
las paredes de la habitación que habían decorado juntos el verano pasado con
una cenefa de patos desfilando y conejos tocando trompetas y tambores. A
finales de agosto había una cuna de cerezo bajo la ventana, una mesa blanca
transformable con empuñaduras verde-menta y una mecedora con cojines a cuadros.
Shukumar lo había desmontado todo antes traer a Shoba de vuelta a casa del
hospital, rascando con una espátula los conejos y los patos. Por alguna razón
la habitación no le asustaba tanto como a Shoba. En enero, cuando dejó de
trabajar en la biblioteca, puso en esa habitación, deliberadamente, su escritorio,
en parte porque la habitación lo calmaba, en parte porque era un lugar que
Shoba evitaba.
Shukumar regresó a la cocina y empezó a abrir cajones. Trató de localizar una vela entre las tijeras, los batidores, el mortero que ella había comprado en un bazar en Calcuta y que usaba para moler dientes de ajo y vainas de cardamomo, cuando solía cocinar. Encontró una linterna, pero no las pilas, y una caja de velitas de cumpleaños medio vacía. Shoba le había hecho una fiesta sorpresa el mayo anterior. Ciento veinte personas se habían amontonado en la casa: todos los amigos y los amigos de los amigos que ahora evadían sistemáticamente. Botellas de vino verde anidadas en una cama de hielo en la tina en el baño. Shoba estaba en su quinto mes, bebiendo ginger ale en una copa de martini. Había hecho un pastel de vainilla con natillas y caramelo. En la fiesta, toda la noche mantuvo los largos dedos de Shukumar entrelazados con los suyos mientras caminaban entre los invitados.
Shukumar regresó a la cocina y empezó a abrir cajones. Trató de localizar una vela entre las tijeras, los batidores, el mortero que ella había comprado en un bazar en Calcuta y que usaba para moler dientes de ajo y vainas de cardamomo, cuando solía cocinar. Encontró una linterna, pero no las pilas, y una caja de velitas de cumpleaños medio vacía. Shoba le había hecho una fiesta sorpresa el mayo anterior. Ciento veinte personas se habían amontonado en la casa: todos los amigos y los amigos de los amigos que ahora evadían sistemáticamente. Botellas de vino verde anidadas en una cama de hielo en la tina en el baño. Shoba estaba en su quinto mes, bebiendo ginger ale en una copa de martini. Había hecho un pastel de vainilla con natillas y caramelo. En la fiesta, toda la noche mantuvo los largos dedos de Shukumar entrelazados con los suyos mientras caminaban entre los invitados.
Desde septiembre su único invitado había sido la
madre de Shoba. Llegó desde Arizona y se quedó con ellos dos meses después de
que Shoba regresase del hospital. Cocinaba la cena todas las noches, manejaba
hasta el supermercado, lavaba la ropa, la guardaba. Era una mujer religiosa.
Tenía un pequeño altar, una imagen enmarcada de una diosa con cara color
lavanda y un plato con pétalos de caléndula en la mesita junto a su cama en el
cuarto de invitados, y dos veces al día rezaba pidiendo nietos saludables en un
futuro. Era amable con Shukumar sin ser amistosa. Doblaba sus suéteres con la
habilidad que había aprendido de su trabajo en una tienda departamental.
Remplazó un botón en su abrigo de invierno y le tejió una bufanda azul y beige
presentándosela a Shukumar sin ninguna ceremonia, como si sólo se le hubiera
caído y no se hubiera dado cuenta. Nunca le hablaba de Shoba. Una vez, cuando
él mencionó la muerte del bebé, dejó de tejer, lo miró, y le dijo “Pero tú ni
siquiera estabas ahí.”
Le pareció extraño que no hubiera velas de
verdad en la casa; que Shoba no se hubiera preparado para una emergencia tan
común. Ahora buscaba algo para poner las velitas de cumpleaños, y se conformó
con la tierra de la maceta de una enredadera que normalmente se estaba en la
ventana sobre la tarja. Aunque la planta estaba cerca, la tierra estaba tan
seca que tuvo que regarla para que las velas pudieran mantenerse en pie. Apartó
las cosas de la mesa de la cocina, el montón de correo, los libros sin leer de
la biblioteca. Recordaba sus primeras comidas ahí, cuando estaban tan
emocionados de estar casados, de estar viviendo, al fin, en la misma casa, que
simplemente se buscaban el uno al otro a lo loco, que estaban más ansiosos de
hacer el amor que de comer. Quitó de la mesa dos manteles, regalo de boda de
una tía de Lucknow, y colocó los platos y las copas de vino que normalmente
guardaban para cuando había invitados. Puso la hiedra en medio, con las hojas
en forma de estrella y bordes blancos. Encendió el reloj-radio digital y lo
puso en una estación de jazz.
“¿Qué es todo esto?” dijo Shoba cuando bajó las
escaleras. Su pelo estaba envuelto en una toalla blanca muy apretada. Se quitó
la toalla y la dejó sobre una silla, dejando que su pelo, oscuro y húmedo,
cayera por su espalda. Mientras andaba ausente hacia la estufa deshizo algunos
nudos con los dedos. Llevaba un pantaloncillo limpio, una playera, una bata
vieja de franela. Su estómago lucía plano de nuevo, su cintura delgada antes de
la protuberancia de las caderas, el cinturón de la bata atado con un nudo
apretado.
Eran casi las ocho. Shukumar puso el arroz en la
mesa y las lentejas del día anterior en el microondas, apretando los números en
el contador.
“Hiciste rogan josh,” observó Shoba mirando el
brillante estofado con páprika por la tapa de cristal.
Shukumar agarró un trozo de cordero con los
dedos rápidamente para no quemarse. Agarró otro trozo, mayor, con un cucharón
para asegurarse de que la carne salía limpiamente del hueso. “Está listo,”
anunció.
El microondas pitó cuando se apagaron las luces
y se fue la música.
“Justo a tiempo,” dijo Shoba.
“Justo a tiempo,” dijo Shoba.
“Sólo pude encontrar velitas de cumpleaños.”
Encendió las de la enredadera, dejando el resto de las velitas y una caja de
cerillos junto a su plato.
“No importa,” dijo, moviendo un dedo a lo largo
de su copa. “Se ve hermoso.”
En la penumbra, él sabía cómo se sentaba ella, un poco adelantada en la silla, los tobillos cruzados contra ésta, el codo izquierdo en la mesa. Durante su búsqueda de velas, Shukumar había encontrado una botella de vino en una caja que pensaba estaba vacía. Detuvo la botella en sus rodillas mientras daba vueltas al sacacorchos. Para no tirar vino levantó los vasos y los sostuvo cerca de sus rodillas mientras los llenaba. Cada uno se sirvió, revolviendo el arroz con los tenedores, entrecerrando los ojos mientras extraían hojas y especias del guiso. Cada cierto tiempo, Shukumar encendía unas cuantas velitas más y las metía en la tierra de la maceta.
En la penumbra, él sabía cómo se sentaba ella, un poco adelantada en la silla, los tobillos cruzados contra ésta, el codo izquierdo en la mesa. Durante su búsqueda de velas, Shukumar había encontrado una botella de vino en una caja que pensaba estaba vacía. Detuvo la botella en sus rodillas mientras daba vueltas al sacacorchos. Para no tirar vino levantó los vasos y los sostuvo cerca de sus rodillas mientras los llenaba. Cada uno se sirvió, revolviendo el arroz con los tenedores, entrecerrando los ojos mientras extraían hojas y especias del guiso. Cada cierto tiempo, Shukumar encendía unas cuantas velitas más y las metía en la tierra de la maceta.
“Es como en la India,” dijo Shoba, observándolo
cuidar su candelabro improvisado. “A veces la electricidad se va por horas. Una
vez estuve en toda una ceremonia del arroz en la oscuridad. El bebé sólo
lloraba y lloraba. Seguro hacía mucho calor.”
Su bebé nunca había llorado, reflexionó
Shukumar. Su bebé nunca iba a tener una ceremonia del arroz, a pesar de que
Shoba ya había hecho la lista de invitados y decidido a cuál de sus tres
hermanos le iba a pedir que le diera al bebé su primer bocado de comida sólida,
a los seis meses si era niño, a los siete si era niña.
“¿Tienes calor?” Le preguntó. Empujó la
resplandeciente maceta al otro extremo de la mesa, más cerca de las pilas de
libros y correo, haciendo todavía más difícil que se pudieran ver. De repente le
irritó no poder subir y sentarse enfrente de la computadora.
“No. Está delicioso,” dijo ella, golpeando el
plato con su tenedor. “Lo está.”
Él le rellenó la copa. Ella se lo agradeció.
Él le rellenó la copa. Ella se lo agradeció.
No eran así antes. Ahora él tenía que decir algo
que le resultara interesante a ella, algo que la hiciera levantar la vista del
plato o de sus galeradas. De hecho, él ya había desistido de entretenerla.
Había aprendido a que no le afectaran los silencios.
“Recuerdo que durante los momentos que se iba la
luz en casa de mi abuela, todos teníamos que contar algo”, continuó Shoba.
Apenas podía ver su rostro pero por el tono de sus palabras él sabía que sus
ojos estaban entornados como si intentara fijar su mirada en un objeto
distante. Era uno de sus hábitos.
“¿Como qué?”
“No sé. Un poema. Un chiste. Un dato sobre el
mundo. No sé por qué mis parientes siempre querían que les dijera el nombre de
mis amigos de América. No sé por qué esa información era tan importante para
ellos. La última vez que vi a mi tía me preguntó por cuatro muchachas que
habían estudiado la primaria conmigo en Tucson. Apenas las recordaba.”
Shukumar no había pasado tanto tiempo en la
India como Shoba. Sus padres, que se habían asentado en New Hampshire, solían
regresar sin él. La primera vez que había ido, de niño, casi muere de
disentería. Su padre, un tipo nervioso, tenía miedo de llevarlo otra vez, no
fuera a ser que algo ocurriera, y lo dejaban con una tía y un tío en Concord.
Como adolescente prefería ir a un campamento de vela o vender helados que pasar
los veranos en Calcuta. No fue hasta que murió su padre, en su último año de
universidad, que el país comenzó a interesarle y estudió su historia en los
libros de texto como si fuera otra asignatura cualquiera. Ahora deseaba tener
su propia historia de una infancia en la India.
“Hagámoslo,” dijo ella de repente.
“¿Hacer qué?”
“Decirnos algo en la oscuridad.”
“¿Cómo qué? No me sé ningún chiste.”
“No, chistes no.” Pensó un minuto. “¿Qué tal si
nos contamos algo que nunca hayamos contado?”
“Yo jugaba este juego en la secundaria” recordó
Shukumar, “cuando me emborrachaba.”
“Estás pensando en verdad o castigo. Esto es diferente.
Bueno, yo empiezo.” Tomó un sorbo de vino. “La primera vez que estuve sola en
tu departamento, miré en tu agenda para ver si me habías puesto. Creo que nos
habíamos conocido hace dos semanas.”
“¿Yo dónde estaba?”
“Fuiste a contestar el teléfono en el otro
cuarto. Era tu madre, y supuse que iba a ser una llamada larga. Quería saber si
me habías ascendido de los márgenes de tu periódico.”
“¿Lo había hecho?”
“No. Pero no me rendí. Ahora es tu turno.”
No se le podía ocurrir nada, pero Shoba estaba
esperando a que hablara. No había estado tan decidida en meses. ¿Qué quedaba
que él le dijera? Recordó su primer encuentro, cuatro años antes en una sala de
conferencias en Cambridge, donde un grupo de poetas bengalíes daban un recital.
Terminaron uno al lado del otro, en sillas plegables de madera. Shukumar se
aburrió rápido; era incapaz de descifrar la dicción literaria, y no podía
unirse al resto del público mientras suspiraban y asentían solemnemente después
de ciertas frases. Asomándose al periódico doblado en sus piernas estudió la
temperatura de distintas ciudades alrededor del mundo. Noventa y un grados ayer
en Singapur, cincuenta y uno en Estocolmo. Cuando volvió la cabeza a la
izquierda, vio junto a él a una mujer haciendo una lista de compras en la parte
de atrás de un fólder, y se asombró al descubrir que era hermosa.
“Bueno” dijo, recordando. “La primera vez que
salimos a cenar, en el restaurante portugués, se me olvidó dejarle propina al
camarero. Regresé a la mañana siguiente, averigüé su nombre y le dejé el dinero
al jefe de sala.”
“¿Regresaste desde Somerville sólo para darle la
propina a un camarero?”
“Tomé un taxi.”
Las velas de cumpleaños se habían agotado pero
él se imaginaba perfectamente la cara de ella en la oscuridad, los ojos
abiertos y brillantes, los labios llenos y con tonalidad de uva, la caída a los
dos años de una silla aún visible como una coma en su barbilla. Cada día, se
había dado cuenta Shukumar, su belleza, que una vez lo había superado, parecía
desvanecerse. El maquillaje que le había parecido superfluo ahora era
necesario, no para mejorarla; sino para definirla.
“Pero al final de la cena tenía el raro
presentimiento de que me casaría contigo,” dijo admitiéndolo para sí mismo y
también para ella por primera vez. “Debo haberme distraído.”
La noche siguiente Shoba llegó a casa antes de
lo normal. Estaba el cordero que había sobrado de la noche anterior y Shukumar
lo calentó de tal modo que pudieran cenar a las siete. Ese día había salido,
por entre la nieve que se fundía, y había comprado un paquete de velas en la
tienda de la esquina y pilas para la linterna. Tenía las velas preparadas en la
barra, en candelabros que semejaban lotos, pero comieron bajo la lámpara de
techo color bronce que colgaba sobre la mesa.
Cuando terminaron de comer, Shukumar estaba sorprendido de ver que Shoba ponía su plato sobre el de él y después los llevaba a la tarja. Él había asumido que ella se retiraría a la sala, pertrechada detrás de su barricada de galeradas.
Cuando terminaron de comer, Shukumar estaba sorprendido de ver que Shoba ponía su plato sobre el de él y después los llevaba a la tarja. Él había asumido que ella se retiraría a la sala, pertrechada detrás de su barricada de galeradas.
“No te preocupes de los platos,” dijo, quitándoselos
de las manos.
“Me parece tonto no lavarlos,” respondió,
dejando caer una gota de detergente en la esponja. “Ya son casi las ocho.”
Su corazón se aceleró. Todo el día Shukumar
había esperado a que las luces se fueran. Pensó en lo que Shoba había dicho la
noche anterior, que había mirado su agenda. Se sentía bien al recordarla como
era antes, tan valiente y, sin embargo, tan nerviosa cuando se conocieron; tan
esperanzada. Se pararon el uno junto al otro frente al fregadero, sus reflejos
juntos enmarcados en la ventana. Lo hizo sentir tímido, de la misma manera que
se sintió la primera vez que se habían visto juntos en un espejo. No podía
recordar la última vez que los habían fotografiado. Habían dejado de asistir a
fiestas, no iban a ningún lado juntos. El rollo de su cámara todavía tenía
fotos de Shoba en el jardín, cuando estaba embarazada.
Después de terminar de lavar los platos, se
apoyaron contra la repisa, secándose las manos con cada extremo de una toalla.
A las ocho, la casa se apagó. Shukumar prendió las mechas de las velas,
impresionado por sus largas y estables llamas.
“Vamos a sentarnos afuera” dijo Shoba. “Creo que
todavía hace calor.”
Cada uno agarró una vela y se sentó en los
escalones. Era extraño estar sentado afuera mientras todavía había manchas de
nieve en la banqueta. Pero todos estaban fuera de sus casas esa noche, con una
brisa lo suficientemente fría como para poner a la gente nerviosa. Se abrían y
cerraban puertas con mosquiteros. Un pequeño desfile de vecinos pasó con linternas.
“Vamos a la librería a ojear los libros” dijo un
hombre con el pelo plateado. Caminaba con su esposa, una señora delgada con
rompevientos y que llevaba a un perro con su correa. Eran los Bradfords, y
habían introducido una tarjeta de condolencia en su buzón en septiembre.
“Escuché que tienen electricidad.”
“Eso espero” dijo Shukumar. “O si no van a tener
que ojear en la oscuridad.”
La mujer se rió, pasando su brazo por el hueco
que formaba el codo de su marido. “¿Quieren venir con nosotros?”
“No, gracias,” dijeron Shoba y Shukumar a la
vez. A Shukumar le sorprendió que sus palabras coincidieran y se empataran con
la voz de ella.
Se preguntaba qué le diría Shoba en la
oscuridad. Las peores posibilidades ya habían corrido por su cabeza. Que tenía
una aventura. Que no le respetaba por tener treinta y cinco y seguir siendo un
estudiante. Que lo culpaba por estar en Baltimore como lo hacía la madre de
ella. Pero sabía que esas cosas no eran ciertas. Ella había sido fiel como él
lo había sido. Ella creía en él. Fue ella la que insistió que fuera a
Baltimore. ¿Qué no sabían el uno del otro? Él sabía que ella cerraba los dedos
cuando dormía, que ella temblaba en medio de las pesadillas. Sabía que prefería
el melón dulce al melón normal. Sabía que cuando regresaron del hospital lo
primero que ella hizo al entrar a la casa fue agarrar las cosas de ambos y
tirarlas en el pasillo: libros de los estantes, plantas de las ventanas,
cuadros de las paredes, fotografías de las mesas, cacerolas y sartenes que
colgaban de ganchos sobre la estufa. Shukumar se había apartado de su lado
observándola conforme se movía metódicamente de habitación en habitación.
Cuando estuvo satisfecha se quedó allí mirando la pila que había hecho, los labios
hacia atrás con tal gesto de disgusto que Shukumar pensaba que iba a escupir.
Después, empezó a llorar.
Empezó a sentirse frío mientras estaban ahí
sentados en las escaleras. Sentía que ella debía hablar primero para
comportarse recíprocamente.
“Aquella vez que vino tu madre a visitarnos,”
dijo ella al fin. “Cuando te dije que tenía que quedarme a trabajar hasta
tarde, me fui con Gillian a tomar un martini.”
Él miró su rostro, la nariz delgada, la forma
casi masculina de su mandíbula. Recordaba aquella noche bien. Comiendo con su
madre, cansado de dar dos clases seguidas, deseando que Shoba estuviera ahí
para decir las cosas adecuadas pues a él sólo se le ocurrían las inadecuadas.
Habían pasado doce años desde que su padre murió, y su madre había venido a
pasar dos semanas con él y Shoba para que pudieran honrar la memoria de su
padre juntos. Cada noche, su madre cocinaba algo que le gustaba a su padre,
pero estaba demasiado afligida como para comer, y sus ojos se humedecían
mientras Shoba acariciaba su mano. “Es tan conmovedor” le había dicho Shoba en
esa época. Ahora se imaginaba a Shoba con Gillian, en el bar con sillones de
terciopelo a rayas, al que solían ir después del cine, ella asegurándose de que
le pusieran una aceituna extra, pidiéndole a Gillian un cigarrillo. La imaginó
quejándose, y a Gillian simpatizando sobre las visitas de los suegros. Fue
Gillian el que llevó a Shoba al hospital.
“Te toca” le dijo, deteniendo sus pensamientos.
Shukumar escuchó, viniendo del final de la
calle, el ruido de un taladro y a los electricistas gritando. Miró las fachadas
oscurecidas de las casas alineadas en la calle. Brillaban velas en las ventanas
de una. A pesar del calor, salía humo de la chimenea.
“Hice trampa en mi examen de Civilización
Oriental en la universidad” dijo. “Era mi último semestre, los últimos
exámenes. Mi padre había muerto unos meses antes. Podía ver el libro azul del
tipo sentado junto a mí. Era un tipo americano, un maníaco. Sabía urdu y
sánscrito. No me acordaba si el verso que teníamos que identificar era ejemplo
de un ghazal o no. Vi su respuesta y la copié.”
Había sucedido hacía más de quince años. No se
sintió aliviado al haberlo dicho.
Ella lo volteó a ver, mirando no su cara sino sus zapatos (mocasines viejos que usaba como pantuflas, el cuero de la parte de atrás permanentemente aplastado). Él se preguntó si le había molestado lo que había dicho, lo que diría ella. Tomó su mano y la apretó. “No tienes que decirme por qué lo hiciste,” dijo ella acercándose a él.
Ella lo volteó a ver, mirando no su cara sino sus zapatos (mocasines viejos que usaba como pantuflas, el cuero de la parte de atrás permanentemente aplastado). Él se preguntó si le había molestado lo que había dicho, lo que diría ella. Tomó su mano y la apretó. “No tienes que decirme por qué lo hiciste,” dijo ella acercándose a él.
Se sentaron juntos hasta las nueve que regresó
la luz. Oyeron que la gente en la calle aplaudía en los porches y las
televisiones que se prendían. Los Bradfords regresaron por la calle, comiendo
helado y los saludaron con la mano. Shoba y Shukumar devolvieron el saludo.
Después se levantaron, la mano de él todavía en la de ella y entraron a la
casa.
De algún modo, sin decir nada, se había
convertido en eso. En un intercambio de confesiones, los modos en que se herían
o se decepcionaban el uno al otro y a sí mismos. Al día siguiente, Shukumar se
puso a pensar durante horas en lo que iba a decirle. Estaba dividido entre
admitir que una vez había arrancado una fotografía de una mujer de una de las
revistas de moda a las que ella estaba suscrita y la había llevado entre sus
libros una semana o decirle que en realidad no había perdido el chaleco que
ella le había regalado para su tercer aniversario sino que lo había cambiado
por dinero en Filene’s y que se había emborrachado a mitad del día en el bar de
un hotel. Para su primer aniversario, Shoba había cocinado una cena de diez platos
para él. El chaleco le había deprimido. “Mi esposa me regaló un chaleco para
nuestro aniversario,” se quejó con el cantinero, con la cabeza pesada por el
coñac. “¿Qué esperaba?” respondió el cantinero. “Está casado.”
Él no sabía por qué había arrancado la fotografía de la mujer. No era tan hermosa como Shoba. Llevaba un vestido de lentejuelas y tenía un rostro tosco y magro, piernas masculinas. Sus brazos desnudos estaban alzados, los puños alrededor de la cabeza como si estuviera a punto de golpearse las orejas. Era un anuncio de medias. Shoba estaba embarazada en aquella época, su estómago de repente inmenso, a tal punto que Shukumar ya no la quería tocar. La primera vez que él vio la foto estaba en la cama acostado junto a ella, observándola mientras leía. Cuando descubrió la revista en la pila de reciclaje encontró a la mujer y arrancó la página lo más cuidadosamente que pudo. Durante una semana la estuvo mirando cada día. Sentía un deseo inmenso hacia la mujer, pero era un deseo que se convertía en asco después de uno o dos minutos. Era lo más cerca que había estado de la infidelidad.
Él no sabía por qué había arrancado la fotografía de la mujer. No era tan hermosa como Shoba. Llevaba un vestido de lentejuelas y tenía un rostro tosco y magro, piernas masculinas. Sus brazos desnudos estaban alzados, los puños alrededor de la cabeza como si estuviera a punto de golpearse las orejas. Era un anuncio de medias. Shoba estaba embarazada en aquella época, su estómago de repente inmenso, a tal punto que Shukumar ya no la quería tocar. La primera vez que él vio la foto estaba en la cama acostado junto a ella, observándola mientras leía. Cuando descubrió la revista en la pila de reciclaje encontró a la mujer y arrancó la página lo más cuidadosamente que pudo. Durante una semana la estuvo mirando cada día. Sentía un deseo inmenso hacia la mujer, pero era un deseo que se convertía en asco después de uno o dos minutos. Era lo más cerca que había estado de la infidelidad.
Le contó a Shoba lo del chaleco la tercera
noche, lo de la foto en la cuarta. Ella no dijo nada mientras él hablaba, no
expresó protestas ni reproches. Simplemente lo escuchó, y luego agarró su mano,
apretándola como hacía antes. La tercera noche ella le contó que una vez
después de una conferencia a la que habían ido, lo dejó hablar con el jefe de
su departamento sin decirle que tenía un poquito de paté en la barbilla. Estaba
molesta con él por alguna razón y lo había dejado hablar y hablar acerca de
asegurar su beca el próximo semestre, sin llevarse un dedo a su propia barbilla
como señal. En la cuarta noche, dijo que nunca le había gustado el único poema
que él había publicado en toda su vida, en una revista literaria de Utah. Había
escrito el poema después de conocer a Shoba. Añadió que le parecía cursi.
Algo pasaba cuando la casa estaba oscura. Eran
capaces de hablarse nuevamente. La tercera noche, después de cenar, se sentaron
juntos en el sillón, y una vez que estuvo oscuro la empezó a besar torpemente
en la frente y la cara y, aunque estaba oscuro, cerró los ojos y supo que ella
también los cerró. La cuarta noche subieron cuidadosamente a la cama, buscando
juntos con los pies el último escalón antes del descanso e hicieron el amor con
una desesperación que habían olvidado. Ella lloró pero sin sonido y susurró su
nombre y dibujó sus cejas con sus dedos en la oscuridad. Cuando le hacía el
amor él se preguntaba lo que le diría la noche siguiente y lo que ella diría.
Pensar en eso le excitaba. “Abrázame,” dijo él, “abrázame en tus brazos,” Para
cuando regresaron las luces, se habían quedado dormidos.
La mañana de la quinta noche Shukumar encontró
otra nota de la compañía eléctrica. Los cables habían sido reparados antes de
lo previsto, decía. Se enojó. Él había planeado hacer camarón malai para Shoba
pero al llegar de la tienda ya no se sintió con ganas de cocinar. No era lo
mismo, pensaba, saber que las luces no se irían. En la tienda, el camarón
parecía delgado y gris. La leche de coco estaba llena de polvo y era cara. Aún
así, los compró, y también compró una vela de cera de abeja y dos botellas de
vino.
Ella llegó a casa a la siete y media. “Supongo
que es el final de nuestro juego” dijo él cuando la vio leer la nota.
Ella lo miró. “Si quieres puedes prender las
velas.” Ella no había ido al gimnasio. Llevaba un traje debajo del abrigo. Se
había retocado el maquillaje hacía poco.
Cuando ella subió las escaleras para cambiarse,
Shukumar se sirvió vino y puso un disco, un álbum de Thelonius Monk que sabía
que a ella le gustaba. Cuando bajó, cenaron juntos. Ella no le agradeció ni lo
elogió. Simplemente comieron en una habitación oscura a la luz de una vela de
cera de abeja. Habían sobrevivido una época difícil. Se terminaron los
camarones. Se terminaron la primera botella de vino y comenzaron con la
segunda. Se sentaron juntos hasta que la vela ardió casi por completo. Ella se
movió en su silla y Shukumar pensaba que iba a decir algo. Pero ella se
levantó, apagó la vela, se puso de pie, prendió la luz y se sentó de nuevo.
“¿No deberíamos seguir sin luz?” preguntó
Shukumar.
Ella hizo su plato a un lado y puso sus manos
sobre la mesa. “Quiero que me veas mientras te digo esto” dijo con suavidad.
El corazón de Shukumar empezó a latir con
fuerza. Cuando le dijo que estaba embarazada usó las mismas palabras, las dijo
con la misma suave manera, apagando el partido de básquetbol que él estaba
viendo en la televisión. No había estado preparado entonces. Ahora sí lo
estaba.
Sólo que él no quería que ella estuviera embarazada otra vez. No quería tener que fingir estar feliz.
“He estado buscando un departamento y encontré uno” dijo, fijando los ojos en algo que parecía estar por encima de su hombro derecho. “No es culpa de nadie,” continuó. Había soportado demasiadas cosas. Necesitaba estar sola un tiempo. Tenía algo de dinero ahorrado para hacer el primer depósito. El departamento estaba en la calle Beacon, y podía ir caminando al trabajo. Había firmado los papeles esa noche antes de llegar a casa.
Sólo que él no quería que ella estuviera embarazada otra vez. No quería tener que fingir estar feliz.
“He estado buscando un departamento y encontré uno” dijo, fijando los ojos en algo que parecía estar por encima de su hombro derecho. “No es culpa de nadie,” continuó. Había soportado demasiadas cosas. Necesitaba estar sola un tiempo. Tenía algo de dinero ahorrado para hacer el primer depósito. El departamento estaba en la calle Beacon, y podía ir caminando al trabajo. Había firmado los papeles esa noche antes de llegar a casa.
Ella no lo veía, pero él la observaba. Era obvio
que había practicado las líneas. Todo este tiempo había estado buscando un
departamento, probando la presión del agua, preguntando si la calefacción y el
agua caliente estaban incluidas en la renta.
A Shukumar le daba asco saber que había pasado
los últimos tres días preparándose para una vida sin él. Se sentía aliviado y,
a la vez, asqueado. Eso era lo que le estuvo tratando de decir estas últimas
veladas. Ése era el objetivo de su juego.
Ahora le tocaba hablar a él. Había algo que
había jurado nunca le iba a decir, y por seis meses había hecho todo lo posible
para sacarlo de su mente.
Antes del ultrasonido ella le había pedido al
doctor que no le dijera el sexo de su bebé, y Shukumar estuvo de acuerdo. Ella
quería que fuera una sorpresa.
Después, aquellas pocas veces que habían hablado
de lo ocurrido ella dijo que, por lo menos, se habían ahorrado saber eso. De
alguna manera estaba orgullosa de su decisión, pues la dejaba refugiarse en el
misterio. Él sabía que ella asumía que era un misterio para él también. Él
había llegado demasiado tarde de Baltimore, cuando ya todo había terminado y
ella estaba tumbada en la cama de hospital. Pero no. Él había llegado lo
suficientemente pronto como para ver a su bebé y abrazarlo antes de que lo
cremaran. Al principio había rechazado la sugerencia pero el doctor le había
dicho que abrazar al bebé podía ayudarle con el proceso del duelo. Shoba
estaba dormida. Habían limpiado al bebé que tenía los párpados hinchados y cerrados con fuerza al mundo.
estaba dormida. Habían limpiado al bebé que tenía los párpados hinchados y cerrados con fuerza al mundo.
“Nuestro bebé fue niño”, dijo él. “Su piel era
más roja que marrón. Tenía el pelo negro. Pesó casi dos kilos y medio. Sus
dedos estaban cerrados como los tuyos por la noche.”
Shoba ahora lo miraba con el rostro retorcido por la pena. Él había copiado en un examen, arrancado la fotografía de una mujer de una revista. Había devuelto un chaleco y se había emborrachado a mitad del día. Había sostenido contra el pecho a su hijo, que sólo había conocido vida dentro de ella, en una habitación de hospital oscura en un ala desconocida
del edificio. Lo había abrazado hasta que una enfermera tocó a la puerta y se llevó al bebé y él se prometió a sí mismo ese día que nunca le diría a Shoba porque por aquel entonces aún la amaba y era lo único en la vida de ella que ella querría que fuera un misterio. Shukumar se levantó y puso su plato sobre el de ella. Llevó los platos hasta el fregadero pero en lugar de dejar correr el agua miró por la ventana. Afuera la noche aún era templada y los Bradford paseaban del brazo. Mientras observaba a la pareja la habitación se oscureció y él se dio la vuelta. Shoba había apagado la luz. Ella regresó a la mesa y se sentó y, al momento, Sukumar se le unió. Lloraron juntos por todas las cosas que ahora sabían.
Shoba ahora lo miraba con el rostro retorcido por la pena. Él había copiado en un examen, arrancado la fotografía de una mujer de una revista. Había devuelto un chaleco y se había emborrachado a mitad del día. Había sostenido contra el pecho a su hijo, que sólo había conocido vida dentro de ella, en una habitación de hospital oscura en un ala desconocida
del edificio. Lo había abrazado hasta que una enfermera tocó a la puerta y se llevó al bebé y él se prometió a sí mismo ese día que nunca le diría a Shoba porque por aquel entonces aún la amaba y era lo único en la vida de ella que ella querría que fuera un misterio. Shukumar se levantó y puso su plato sobre el de ella. Llevó los platos hasta el fregadero pero en lugar de dejar correr el agua miró por la ventana. Afuera la noche aún era templada y los Bradford paseaban del brazo. Mientras observaba a la pareja la habitación se oscureció y él se dio la vuelta. Shoba había apagado la luz. Ella regresó a la mesa y se sentó y, al momento, Sukumar se le unió. Lloraron juntos por todas las cosas que ahora sabían.
domingo, 15 de julio de 2012
Antes de pasar a los ejercicios deberíamos seguir
trabajando con los cuentos publicados este mes. Hay escasez de comentarios. Y
ahora sí propongo para presentar a fines de julio un ejercicio que consiste
en relatar la historia de Wakefield desde el punto de vista de la mujer,
Elizabeth. Wakefield es un famoso cuento de Nathaniel Hawthorne. Debemos darle
una historia a la mujer que espera, meternos en su intimidad, en sus
pensamientos. Les advierto, para que no se tienten, que existe una novela que
se llama “La mujer de Wakefield”. Traten de no dejarse influir por los
resúmenes de dicha novela, o por la novela misma, y relaten ustedes su propia
versión de los hechos. Eso sí, van a tener que leerse el cuento de Hawthorne.
Wakefield
Nathaniel Hawthorne
Nathaniel Hawthorne
Recuerdo haber
leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como
verdadera, de un hombre —llamémoslo Wakefield— que abandonó a su mujer
durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy
infrecuente, ni tampoco —sin una adecuada discriminación de las
circunstancias— debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere,
este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de
delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable
extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las
rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo
el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle
siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que
hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de
veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa
y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo
paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por
cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las
memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una
viudez otoñal —una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si
hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la
muerte.
Este resumen es
todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una
absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es
de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros
sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante locura; y, sin
embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por
lo menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre
acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por
una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema
afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para
pensar en él. A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a
sus propias meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo
de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida,
confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos
descubrirlos, trazados pulcramente y condensados en la frase final. El
pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente llamativo, su
enseñanza.
¿Qué clase de
hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle
su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus
sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar
la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De todos los maridos, es
posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía en
reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual,
pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas
especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para
alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para
plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no
figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón frío, pero no
depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de
ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera
imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los
autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál
era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana,
habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber
titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la
existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una
suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la
astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el
mantenimiento de secretos triviales que ni valía la pena confesar; y,
finalmente, de lo que ella llamaba "algo raro" en el buen hombre.
Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista.
Ahora imaginémonos
a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de
octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto
con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le
ha comunicado a la señora de Wakefield que debe partir en el coche nocturno
para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo
del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su
inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él
le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme
si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena
el viernes por la noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no
sospecha lo que se viene. Le ofrece ambas manos. Ella tiende las suyas y
recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez
años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a
confundir a su mujer mediante una semana completa de ausencia. Cierra la
puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y percibe la cara del
marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante.
De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando
lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez,
y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En sus copiosas
cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías que
la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel
gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña en el
cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero, gracias a
ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a
veces duda que de veras sea viuda.
Pero quien nos
incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que
pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense.
En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta
que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos
cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento
alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al
final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber
llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo
detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió
pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el
multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que
gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna
una docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a
contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia
insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha
seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si
eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield.
No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas en su
casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o
definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio
irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos
humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran
con mucha rapidez.
Casi arrepentido
de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta
temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en
el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.
—No —piensa,
mientras se arropa en las cobijas—, no dormiré otra noche solo.
Por la mañana
madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad
quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado
este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de
definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La vaguedad del
proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son
igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield
escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso
por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer
ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su
ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él
era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy cerca del
fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego,
quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y
despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si
hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera
echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sin
remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar
la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La
costumbre —pues es un hombre de costumbres— lo toma de la mano y lo conduce,
sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el
momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí.
¡Wakefield! ¿Adónde vas?
En ese preciso
instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad
a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una
agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a
mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán
un alboroto todos los de la casa —la recatada señora de Wakefield, la
avispada sirvienta y el sucio pajecito— persiguiendo por las calles de
Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para
detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio
en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de
una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago o una
obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios
esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre
nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una
sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve
lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe. Antes de
marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que
pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El
marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan
distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el
corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas
de la chimenea en su nuevo aposento.
Eso en cuanto al
comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de
haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica,
todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como resultado de
profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo rojizo y escogiendo
diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de
su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez
establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería
casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta situación sin paralelo.
Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que
adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta
que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield.
No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella
ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado,
las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera
semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa
bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta
en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un
médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa
de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto de hora,
anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas
Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de
los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose
ante su conciencia con el argumento de que no debe ser molestada en semejante
coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas
cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se
siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o
temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual relámpagos en
las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una brecha casi
infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar.
—¡Pero si sólo
está en la calle del lado! —se dice a veces.
¡Insensato! Está
en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular
a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no... probablemente
la semana que viene... muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi
tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como el
autodesterrado Wakefield.
¡Ojalá yo tuviera
que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas!
Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control
pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus
consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado.
Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar
el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que
es capaz su corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella.
Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su
conducta.
Ahora contemplemos
una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre
entrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de
un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la
destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha
y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a
veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro.
Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si
no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo
suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que
las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de
la obra ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A
continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en
dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de
la vida, se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe
el plácido semblante de la viudez establecida. Sus pesares o se han apagado o
se han vuelto tan indispensables para su corazón que sería un mal trato
cambiarlos por la dicha. Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer
robusta van a cruzarse, se presenta un embotellamiento momentáneo que pone a
las dos figuras en contacto directo. Sus manos se tocan. El empuje de la
muchedumbre presiona el pecho de ella contra el hombro del otro. Se
encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años de separación, es
así como Wakefield tropieza con su esposa.
Vuelve a fluir el
río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el
paso y sigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada
atónita a la calle. Sin embargo, pasa al interior mientras va abriendo el
libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuesto que el
Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones,
cierra la puerta con cerrojo y se tira en la cama. Los sentimientos que por
años estuvieron latentes se desbordan y le confieren un vigor efímero a su
mente endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita
exaltado:
—¡Wakefield,
Wakefield, estás loco!
Quizás lo estaba.
De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su situación que,
examinándolo con referencia a sus semejantes y a las tareas de la vida, no se
podría afirmar que estuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o,
más bien, las cosas habían venido a parar en esto) para separarse del mundo,
hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que
fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo
con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos
tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba —digámoslo
en sentido figurado— a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin
embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El
insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de
afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres,
mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería
un ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre
su corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante,
cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba
el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la
realidad, pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir "pronto
regresaré", sin darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose
lo mismo.
Imagino también
que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían apenas más
largos que la semana por la que en un principio había proyectado su ausencia.
Wakefield consideraría la aventura como poco más que un interludio en el tema
principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya era
hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al
veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara
hasta el final de nuestras locuras favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el
día del juicio.
Cierta vez,
pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra dando el
paseo habitual hasta la residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa
noche de otoño. Caen chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan
antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca de la
casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo
piso el resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un
confortable fuego. En el techo aparece la sombra grotesca de la buena señora
de Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa cintura dibujan una
caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de
las llamas, de un modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda
entrada en años. En ese instante cae otro chaparrón que, dirigido por el
viento inculto, pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. El frío
otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y
tiritando, cuando en su propio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo,
cuando su propia esposa correría a buscarle la chaqueta gris y los calzones
que con seguridad conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No!
Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años
pasados desde que los bajó le han entumecido las piernas, pero él no se da
cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogar que te queda? Pisa tu
tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra, alcanzamos a echarle una
mirada de despedida a su semblante y reconocemos la sonrisa de astucia que
fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces ha estado jugando a
costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de la pobre mujer! En
fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.
El suceso feliz —suponiendo
que lo fuera— sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No
seguiremos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante
sustento para la reflexión, una porción del cual puede prestar su sabiduría
para una moraleja y tomar la forma de una imagen. En la aparente confusión de
nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un
sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo
dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder
para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo,
en el Paria del Universo.
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